La última semana de Roman Polanski podrÃa ir acompañada de un sentimiento colectivo, de una palabra que quizá valdrÃa para todos: indignación. La de cineastas e intelectuales de medio mundo que claman por su libertad, pero también la de otros muchos que consideran vergonzosos e irreflexivos esos llamamientos, incluidos los de algunos representantes polÃticos franceses.
La detención del realizador franco-polaco, la semana pasada, en el aeropuerto de Zúrich, por una violación a una menor que cometió hace 32 años en Estados Unidos, abrió un debate en el que caben distintas interpretaciones de la justicia y de los vÃnculos entre poder y creación, además de posibles equilibrios diplomáticos o el tácito derecho a una especie de inmunidad artÃstica.
El argumento de los que invitan a tomar distancias en el asunto es diáfano: ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si en lugar de Polanski se hubiese detenido a un funcionario de correos? Para empezar, el ministro de Cultura francés, Frédéric Mitterrand, no habrÃa emitido ningún comunicado lamentando âde la forma más viva que se someta a una nueva prueba a quien ya ha sufrido tantasâ, y dejando constancia del interés de Nicolas Sarkozy por su situación.